Benjamín
Forcano
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(Ver hoy 11 de agosto en
Religión digital)
“Con
mucha frecuencia los obispos creemos que
tenemos la razón, normalmente creemos que la tenemos siempre, lo que pasa es
que no siempre tenemos la verdad, sobre
todo la verdad teológica, de modo que os pido (a los teólogos) que no nos dejéis en una especie de dogmática
ignorancia” (Pedro Casaldáliga, 1995, en
el XVI Congreso de Teología).
Vienen a cuento estas palabras a propósito de las
consideraciones que dos obispos de Madrid han hecho en contra de la Ley
–aprobada en la Asamblea de Madrid – que
desaprueba toda discriminación por razón de la orientación e identidad sexual.
Resulta
ilógico más que preocupante que todavía en los obispos resulte normal este
sentirse poseedores de la verdad.
Ilógico si admitimos que estamos en el siglo XXI, transcurridos 50 años después
de la celebración del concilio Vaticano
II, que dio un giro de 90 grados en la interpretación del patrimonio doctrinal
de La Iglesia , en el modo de situarse en la sociedad y relacionarse con ella y en el espíritu de
tratar y resolver los problemas con
otras instancias socioculturales y políticas.
“La Iglesia,
clamaba Juan XXXIII, demostrará que
percibe el ritmo del tiempo”. Y Pablo VI: “El concilio se presenta con el
decidido propósito de rejuvenecer las normas que regulan sus estructuras
canónicas y sus formas rituales” , “También nosotros –y más que nadie- somos
promotores del hombre”. Y el mismo Concilio: “La experiencia del pasado, el
proceso científico, los tesoros escondidos de las diversas
culturas , permiten conocer más fondo la naturaleza humana, abren nuevos
caminos para la verdad y aprovechan a la Iglesia” (GS, 44).
En ese camino hemos
avanzado y lo está haciendo ahora con fuerza el Papa Francisco, aunque le toque
–y nos toque a todos- calibrar y superar más que lamentar la magnitud
involucionista del posconcilio.
Los temas humanos
–todos y el de la orientación e identidad sexual es uno de ellos-
requieren un tratamiento humano, como
explica muy bien el teólogo E. Scchillebeeckx: “Estoy en contra de ciertas posiciones éticas de la Iglesia oficial, que se hacen pasar
por cristianas pero que, de hecho, no lo
son. Piénsese en el exasperado fixismo respecto
a la sexualidad y matrimonio… No hay revelación con respecto a la ética; esta
es un proceso humano”, “ Y así en lo que respecta a la homosexualidad no existe
una ética cristiana. Es un problema humano, que debe ser resuelto de forma
humana. No hay normas específicamente
cristianas para juzgar la homosexualidad. Hay homosexuales por
naturaleza. ¿Qué se puede decir? No hay aún un “consenso” sobre la materia,
pero decir que la discriminación en la vida social está éticamente permitida,
esto no; esto va contra el cristianismo. Recurrir a la Biblia para condenar la
homosexualidad no es justo. Comprendo que es necesario reflexionar mucho y ser
cautos, pero ni la condena ni la discriminación son cristianos. Estas
personas sufren” ( Soy
un teólogo feliz, pp. 107-110).
La respuesta a lo
dicho en este caso, por los obispos de Alcalá de Henares y Getafe, está más que
alumbrada. No por ser obispos, dejan de ser humanos ni les asiste el derecho a
presentar su visión antropológica como válida universalmente. Pensar
racionalmente y actuar libre y responsablemente son rasgos que caracterizan a
todo ser humano y lo hacen idóneo para interpretar lo que es la ley natural.
Cuál sea el contenido de ésta compete estudiarlo también a los obispos
pero no en exclusiva: “La cultura, por tener
su origen inmediato en la índole racional y social del hombre, requiere
constantemente una justa libertad para
dersarrollarse y una legítima facultad de obrar, según su derecho y sus propios
principios. …Exige respeto y goza de un
específica inviolabilidad” (GS, 59) .
La ley aprobada en
la Asamblea de Madrid no niega la
diferencia sexual existente entre varón
y mujer, pero sí que niega que el totum
de la sexualidad humana pueda reducirse al binomio varón-mujer, dejando
fuera otros espacios y estados de relación intersexual humana.
En este sentido, la
pauta de un católico, marcada por el concilio Vaticano II, es la de trabajar en
colaboración con las ciencias humanas, en la seguridad de que, según anunciaban
al final los padres conciliares en su mensaje a los hombres el pensamiento y la
ciencia: “Vuestro camino es el nuestro.
No podíamos dejar de encontraros….Nunca quizá, gracias a Dios, se ha mostrado tan claramente como hoy la posibilidad de un acuerdo profundo entre la verdadera y la verdadera fe, servidoras
ambas de la única verdad”.
Cualquier católico,
medianamente informado, sabe que los textos bíblicos y el valor del magisterio eclesiástico requieren un
estudio actualizado e histórico, no literal ni fundamentalista, si se
los quiere entender a la luz de los avances conseguidos hasta nuestros días. No es de extrañar que quien parta de estos
presupuestos rechace recurrir a Dios con la oración para que cambie la orientación homosexual que él mismo hizo (“Hay homosexuales por
naturaleza”).
Resulta, pues ,
legítimo para un católico pensar de manera distinta a la de éstos obispos y no
compartir sus sentencias de que esta ley supone un ataque a la libertad religiosa y de conciencia, a
los derechos de los padres, etc. Se trata de
ampliar el respeto a esos derechos y no reducirlos exclusivamente al
ámbito de las relaciones heterosexuales.
El Evangelio es
simple y claro en sus grandes principios. Los aplicó de manera maravillosa
Jesús de Nazaret, sin disponer en el límite a que hoy hemos llegado, un
sustrato cultural como el que nosotros contamos. El Evangelio da solución
atendiendo a la primario desde el amor y
la misericordia, pero deja a nuestra tarea histórica el buscar y determinar las
soluciones humanas más acodes con la ética, la ciencia y la técnica.
Los cristianos nos
regimos por el proyecto de Jesús (el reino de Dios), que debe regular nuestra
vida individual y colectiva. Un proyecto
que asegure una convivencia basada en la igualdad, la justicia, la
fraternidad, la libertad y la paz.
Convivencia humana, individual y colectiva, heterosexual y homosexual, que responda de verdad al modo natural del
ser humano.
Modo que contradice
radicalmente la ideología neoliberal,
que intenta reducir el ser humano a un
robot de sumisión y consumo, de egoísmo y avaricia, de idolatría del poder y del dinero. Son estas las actitudes
y los objetivos que más degradan al hombre y le apartan de una convivencia
justa y armónica, donde todos puedan
ejercer sus derechos.
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